Alrededor de la ronda circular en la que algunos de los nuestros vociferaban y cantaban sones a ritmos distintos cada uno entre ellos, pero todos al unísono en el sentimiento de sacar hacia afuera esas voces que calaban hondo, cantábamos canciones a guitarra pelada y corazon hervido. A metros de la ronda, ya fuera del resgurado del fuego que nos convocaba un grillo emitía sus sonidos monótonos en timbre pero rítmicamente impredecibles.
Al finalizar la canción, el grillo seguía pidiendo ser acompañado en su canto. La luna hervía lejana, en silencio. Y nosotros nos quedamos en absoluto silencio interior, devanando el fuego con la mirada y escuchando el susurro del grillo que nos disparaba hacia otros incendios, hacia otros fogones, hacia otras quemas, hacia otras vidas.
Al amancer, ya no eramos nosotros mismos los que nos mirabamos las caras en la luz del día. Eramos grillos que buscaban ser cantados en la noche. Bajo la luna, vociferando.
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