domingo, enero 08, 2012

Crónicas felinas



-Ay si pudieras hablar- vociferó el pequeño. Su mano tibia, tersa repasaba el pelaje coloreado. Un motor de mil tiempos y siete vidas se había prendido en el regazo de Tomás. De repente  la bestia levantó la vista a sacudones, hirguiendo las narices y abriendo los ojos como lunas, pegó un salto y desapareció.
-Vení, che, te digo. No había caso, ningún caso. El minino coloreado ya estaba en su proxima aventura: debajo del aparador de metal, un pequeño movimiento imperceptible lo fascinó y su guante oscuro no podía evitar castigar al pequeño terrón que de ser un insecto alado, ya estaría muerto a mamporrazos.

Ya nada de eso era una novedad para Tomás ni para ninguno de los otros habitantes del departamento de la calle triunvirato. Sin embargo sorprendía.

Cuando Nora Vazques atravesaba la puerta, con alguna bolsa entre las manos, era inevitable verlo desplazarse rápidamente por entre sus talones rebotando como la pelotita de un pinball. Hasta que Nora se detenía, y extendiendole alguna de sus manos recibía un cabezazo bienintencionado seguido de un maullido tímido. No había manera de sacarlo de ahí, salvo las veces en que Tomás venía corriendo a todo galope por el pasillito, emocionado y el pobre animal sin poder comprender la finalidad de dicha estrepitósa corrida, decidía cambiar de refugio e iba a dar de dos zancadas a la parte inferior del aparador que sería por un rato la trinchera, donde emboscaría cualquier pié humano, vestido o desvestido.  Si Tomás no aparecía, porque no estaba en casa o porque estaba entretenido en su cuarto, la emboscada no era necesaria, y la bestia permanecía a los pies de Nora un buen rato, tal vez hasta que de alguna bolsa salga algún elemento masticable, no necesariamente comestible. Pero en general Tomás, alegre y afectuoso como era, salía a recibir a su madre. Moro, incondicional, tendría el mismo habito hasta los últimos días de sus vidas. Hasta cuando una noble ceguera lo mantenía afectado ya adulto. Ya abuela Nora, ya adulto Tomás, Moro seguiria fiel a sus incomprendidos sentidos químicos, y saldría, no con la velocidad que tuvo de niño, sino con la prestancia de los ancianos de galera y bastón de aquellas películas que, hace añares había quedadose viendo con Nora, en noches de cine frente al televisor, cuando aún las cataratas no lo habían sumergido en la niebla del eterno recuerdo. Porque el recuerda, claro.

Moro era un gatito tirando a egipcio. Si uno tuviera que acertar una raza o una marca, como  decía Tomasito, diría que es un egipcio. El nombre surgió en un  momento de bromas en la familia; no siendo fanáticos de las hagiografías, causaba curiosidad que se hubiera escogido aquel nombre, que más que adjetivo era un apellido. Pero, pienso ahora,  ni por la más remota casualidad de Aquino no es nombre de gato. Respondiera o no a ese nombre, Moro iba bien con su nombre. O talvez parafraseando otro gato porteño, así como no hay una música para una ciudad sino una ciudad para una música; el nombre hace al gato y no al revés. Ocurrencias de un viejo ciego, que va a hacer.