sábado, marzo 31, 2012

Apagáte, che!


Levantarse a mitad de la noche, con una baba y media entre los dientes y el corazón (latiendo) en la boca, levantar el teléfono que cuando sueña desde el sonido, se percibe distorsionado. No fue ni un ring ni un tone, pero hubo un raje sin alegría. Reprocharse durante unos segundos que tal vez, atender sea, entrar en un mundo del que no se sale, porque es claro que él (a quien la cabeza le hormigueaba y aún no podía comprender si era cierto todo o no) se había acostado en su cama, en su lado de la cama tirado como cayó, cuando había llegado de la calle como hace dos horas, demoledor el día y demolido en cuerpo, con las piernas que le dolían de haber mudado a Bagdag entera hasta su casa, tres pisos sin ascensor, con olor a casa nueva. Le dolían las piernas, pero era algo que le hubiera pasado aunque no hubiera mudado ni movido ningún mueble ni armado ninguna cama. Era un fin de semana y era el cuerpo el que se había mudado de estado y él no quería darse cuenta. Cuando el teléfono sonó, lo encontró transpirado, con la cabeza apoyada en la almohada babosa, un jean medio sucio vestía, con las piernas saliendo del borde de un cubrecamas que no lo había aún tapado. La ventana de la pieza de su casa todavía exibía un cielo tan negro de noche tan noche, que Rogelio tuvo la idea de que la persiana blanca habia sido bajada, y que no había nada allá afuera. Cuando la luz prendió y el reloj le mostró numerales, divisó la persiana de noche que le cerraba la visión hacia afuera. Rogelio creyó que aún era de día, porque cuando su cuerpo en demolición cayó rendido en la mitad de la cama; pues del otro lado aún convivian cosas que habían sido usadas en el día, un sol triste de Sábado sin prisa lo revocaba desde el cielo. Pero se durmió con él el sol y cuando el teléfono hizo su gracia, y relojeó a ver si había amanecido, se dio cuenta que no eran mas de las nueve de la noche y aún no entendía cómo había llegado hasta allí.

Al atender, no escuchó nada, o casi nada, y no le quedó otra que cortar. El reloj le arrojó numeros que no coincidían con el color del cielo, y llegó a pensar que se había cortado la luz o la luz se había ido antes de tiempo. No entendió la diferencia y prefirió volver a su almohada mientras su gatita merodeaba y se acostaba. Ni bien puso la cabeza en la almohada húmeda, cerró los ojos y pensó en mañana.

Apagarse de repente el mundo, de luces de colores para ver pantallas, de turbinas que mueven circunstancias, de usinas que calientan recuerdos en televisiones lejanas, se percibe distorsionado. Con los años entendió que ese cielo que se apagó antes, ese despertarse antes, ese corazón en la boca, era la hora del planeta a la cual se había apagado todo, un instante, incluso su sensación de estar vivo. Lo habían llamado y no había escuchado porque, claro, cuando se apaga el mundo se prende una percepción que tardaremos vidas en comprender y no hay reloj que nos diga cuanto tiempo ha pasado, porque cuando se detiene el mundo se apagan los oídos, y se trata de percibir distorsionado un corazón que late pero que no bombea sangre ni inyecta vida. La hora del planeta, es una debil muerte a los ojos; es una debil vida a los otros, los que mañana quieren corazones en la boca, con sangre y todo: sin inyecciones.

No hay comentarios.: