sábado, marzo 19, 2005

Azul Ambar, cuento 2003


“Y bajarás los peldaños
de dos en dos de tres en tres...”
J.M.Serrat

Una linea. Luego otra. Luego, las otras, después las mismas. Una repetición cobarde de sombras sobre los papeles. Una alegoría de esbozo, con pretensión de dibujo. Una mancha, luego, la cobardía. El espejo de la punta del cuarto, incentiva con voces y burlas. Con naranjas que aparecen entre una mirada, y azules que desbordan el vidrio y la imagen. La tensión se detiene, como se detiene una narrativa cuando pasa a otro capítulo. Del II al III. LA tensión en verdad no ha cesado, simplemente se posterga como una forma más de mirar las cosas, otra linea, otra mancha, otro espacio. El color no existe en esa tensión, no existe en ese papel, pero abunda en todo lo que rodea a la mano de Ambar, eléctrica entre lineas de grafito y rastros de visiones, detenida en una escena que traspasa el espejo y que trasciende la imagen. Ambar sueña, rie, levanta la vista, se acomoda el pelo triste, relojea por el rabillo del encánto su tremendo safarrancho hecho de papel y ausencias, y vuelve a mirar con ojos de víctima aquel derredor implacable, que fomenta la búsqueda y no muestra derroteros.

Se levanta Ambar de su taburete gastado de pino. Y se vuelve hacia la ventana, cerrada, toca con su mano el vidrio, y siente el frío sobrio entre sus pieles. El pulover que lleva puesto, es algo grueso y los fríos, no le llegan hasta los corazones. Tiene Ambar ojos de tiempo gastado, y con el gris de los ojos, pierde su mirada en las lineas del horizonte, como quien mira las letras de un libro fuera de foco, mitad por cansancio, otro poco por cierta gula visual que aparece con las lineas que se miran. Ambar vuelve a reir, e instantáneamente saca la mano del vidrio. Su mano ahora está fría. Su mano izquierda está fría, se mete en el bolsillo como con vida propia, Ambar vuelve a mirar el dibujo en su mesa, pero esta vez no se sienta, se aleja unos pasos de la silla, y tropieza torpemente con una serie de objetos, que no recordaba que estában allí, una lámpara de pie que ya no se usa al menos no para iluminar, mas que nada Ambar le cuelga ropa, carteras, y cualquier otro tipo de cosas que estorban en el piso de la pieza. La lámpara no se cae, pero la ropa termina en el suelo de repente, y Ambar se asombra por un instante de no haberse dado cuenta del safarrancho a sus pies, seguía con los ojos en el dibujito, toma un par de apuntes en su libretita de colores, la cierra y la arroja sobre la mesa. No tiene tiempo para dibujar las ideas, las piensa de repente, y las bocetea en forma de palabras en su libretita, con esa suguridad ingenua de poder entender las palabras como lineas, como objetos de un dibujo. Pero la falta de tiempo, la obligan a Ambar, a pensar los dibujos en palabras, las historias en lineas y las ganas de hacer cosas en motivos para hacerlas. No tenía tiempo, pero tenía ideas, las músicas como rítmicas, los amigos como mímicas de ella misma; su novio la esperaba abajo. Habían arreglado hace un rato encontrarse en la esquina de su casa, a eso de las ocho, para salir a comer algo por ahí, y para terminar de charlar cosas pendientes, víctimas del tiempo, o de los motivos.
Joaquin no tocó timbre, ni nada, simplemente se limitó a esperarla, en la esquina, como habían arreglado, y ella aparecería de un momento a otro, dando vuelta la calle, con la figurita de siempre quebrando la linea del horizonte, hacíendose cada vez mas grande al llegar hasta él, y se abrazarían casi eternamente, y se dirían algo en ese paralinguaja hermosa de los que se entregan al amor, mientras mueren en ese abrazo que no termina, entre graznidos de flamenco, mugidos de tormenta, berrinches de oso, o abrazo de los astros. Y se dirían cosas, incoherentes en cualquier otro tiempo y lugar, pero escenciales para saber como está cada uno de los dos. Y caminarían, luego, abrazados de los ojos, por esas callecitas simpáticas que tienen el olor del barrio y la imagen de los dos. Y se sentarían luego en una mesita aislada, en el barcito de a veces, de los sábados a la noche, de mesitas chiquititas e iluminación austera, donde no se ven así mismos los ojos, pero se los imaginan, y se pierden en palabras propias y ajenas, y se conocen como se conocen las manos, y se desconocen como se desconocen los labios, y se hacen una historia con dos tragedias, una mágica comedia que sale de las carcajadas y los chin-chines y se mete en las risotadas puras de las tragedias que se llevan a cuestas. Y se quedarían durmiendo hasta el otro día en hombros prestados, y sobre confianzas ganadas. Y volverían al rato, a sus visiones de siempre, en ese domingo de uno a la mañana y la perfidia espantosa de recurrir a las lineas de grafito para salvarse al menos un día más. Ambar soñaría con un Joaquin en blanco y negro, que se pierde entre las lineas sólidas y grafismos de medio pelo. Joaquin, la rearmaría un poco entre maquetas de ciudades absurdas y preludios de viviendas para ilusiones que no pagan alquiler ni renta. La miraría desde su ventana un domingo al mediodía, escuchando una radio que no le dice más que lo que le dice, jugueteando entre los caseríos absurdos de madera balsa, cartón y pegamento; la miraría desde ese instante frágil que tiene la duda, y le haría de repente monumentos, habitáculos, y construcciones, donde quizás habitarán sus tragedias futuras, y sus comedias presentes.
Ambar volvió a la ventana y miró hacia afuera, el inmutable horizonte con el caserío de simpre se repetía hasta el infinito. Una ciudad Joaquín que se extndía hacia los arrabales de su propia confianza. Todavía tenía un mate cocido que se hizo hace un rato, y lo miraba desde esos trazos cobardes que no llegan a ser amores ni sombras, que se hacen de grafito, pero vienen de una materia un poco mas viva que ese grafito estéril, que no sueña si no lo sueñan, ni dice si no le dicen. Lo miraba porque algo humeante cerca del espejo de su cuarto le desviava los ojos, las formitas del vapor se le metían en los ojos, y veía pasar Ambar el tiempo en forma de caos, perdiéndose entre la mirada pasada y futura, volviendo con su mano a buscar las llaves en el bolsillo, saliendo como una ráfaga sin abrigo, por esa puerta rauda que se abre sola, por las escaleras costumbre que bajan y bajan, con la desesperación rotunda de las horas noche, con la mirada perdida en los adoquines viejos, del barrio viejo, con el jade propio de la corrida entre las calles, levantando la vista, y mirando la nada ámbar en una esquina, en una ciudad Joaquin que no existia.
Joaquín no vendría.

Luciano Galizia
2003

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