París. 3 AM. Visperas del insomnio. Ventanita oscura. Ventarrón. Un matecocido medio hacerse y Ernesto que destiloa horas en un atanor llamado asombro, hastío. Hay un poco de viento al otro lado de la calle. Ernesto vacila. Se le ve en el rostro que vacila. El rostro de Ernesto no vacila nunca, salvo cuando...salvo cuando empieza a deseperarse y se le ve, se le nota a la legua. Lo podría ver cualquiera desde la punta sur del Pont des arts. Sin embargo el no lo nota. La pantalla que tiene enfrente le arroja una luz pálida en el rostro, casi tan blanca que llena de blanco el espacio que lo rodea. El claroscuro hace las veces de intermitencia cuando cliquea su mouse, abre y cierra, cierra y abre.
Ernesto no esta casado, más bien está cansado, está cansado de muchas cosas, y muchas mas de las que no tiene idea. Ya no es el cansancio físico el que lo agota. Cuando era mas joven solía ser mas vital, mas enérgico. Cierra los ojos y piensa un segundo. El reloj de la pantalla había arrojado las 3 y 5 cuando lo vio por última vez. Luego se arrojó al abismo tenue y baboso de los ojos cerrados, donde los manotazos no surten y tanto efecto como las proyecciones fílmicas de nuestra corteza visual. El velo negro que inicialmente le nubla la vista, lo somente invisiblemente a la búsqueda de una imagen, foto o cielo o mariposa fluorescente que aperece desde la retina o desde la persiana del alma, desde el telón o la pantalla. Un velo negro infinito que no se corre y que cae como cae los páropados y que si quiere llorar se hace mas negro, porque aprieta con fuerza los ojos desde las puntas de los párpados hasta las ojeras y todo se hace rollizo como un matambre. Del velo negro al llnto mas negro sobre una pantalla blanca y vacía.
Ernesto habre los ojos y cuenta hasta tres.
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