sábado, agosto 20, 2005

Traerse puesto


No se cuantas veces silbó esa melodía antes de dormirse. No llegó a dudar ni un instante que ni bien apoyara su cabeza sobre la almohada húmeda, se dormiría. Paso tras paso, tras su pollera que flameaba con el viento de la calle iba evitando pensar en el día que había tenido, en el día que lle llegaría mañana. En su cabeza giraba la melodía que había escuchado en la estación de subte hace un ratito. Ponen televisores debajo de la tierra, piensa. 

Los entierran, piensa.

La almohada nunca llega, hay un delay inevitable entre lo ideal de lo que planeamos hacer y lo que realmente sucede. 

Nunca me dormiré, piensa ella. 

Ahora empezaba a dudar sobre su sueño, sobre su suerte. No sonó el teléfono ni prendió la tele ni la radio, ni prendió su PC para trabajar un poco más, tampoco hojeó el diario de hace unos días que estaba en su departamento que alquila sola en Belgrano. Tampoco abrió el libro que tenía en el bolso y que iba a leer en el subte y nunca leyó. No tomó los mates que suele tomar a esa hora, al menos para que el invierno se haga menos invierno, y la noche menos noche, y el silencio menos silencio. Ni siquiera ordenó los papeles que iba a usar el día de mañana, no revisó sus clases, no garabateó su cuaderno azul, no llamó por teléfono. Solamente apoyó tímidamente la cabeza en la almohada y se 
repugnó del olor a cigarrillo de su ropa y de su pelo. 

Quiero crecer, pensó, mientras iba de vuelta hacia el paquete de cigarrillos que dejó en el cajón. No puede ser que necesite fumar. Los pelos le cubrían la cara blanca. Una mirada cansada se escondía detrás de los hilos negros, del telón de sombras.

En mi vida no pasa nada, piensa, en garabatear algo en un papel, una frase al menos, un ovillo de ojos en tinta azul, pero no, no lo hace. 

No hay película que le escriba cartas, ni hay novela que llame por teléfono, ni hay radio que te abraza, ni garabato que te escuche. Al fin prende el cigarro con el que jugueteó un rato, le da una pitada tímida, casi con asco y lo apaga bruscamente estampándolo contra el cenicero. Se vuelve a costar sobre la colcha fría, casi con la misma ropa con la que vino de la calle. 

Juguetea un poco con los pies para sacarse los zapatos y suenan dos golpes contra el piso. Se va durmiendo con sabor a asco en la boca, con la misma melodía y la misma ropa que trajo de la calle.

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