Tal vez en un rato amanezca en esa ciudad, pensó. Miraba una ventana que daba al patio que daba a una ligustrina que daba al patio de otra casa. Se le ocurrió pensar que hoy no habría amanecer posible en esa ciudad. Al instante un ruido lo despabiló, lo devolvió a la realidad y se percató de que se había empañado levemente el vidrio de la ventana. El ruido venia de la cocina, ese lugar pequeño pero cálido de la casa donde habitaba durante largas horas del día esa persona que había dejado de ser hace tiempo su mujer. Él la adoraba, es cierto, lo decía. Lo decía en público, en las reuniones, se lo decía a sus amigos con los que compartía algunos whiskeys, se lo decía a su almohada, pero no se lo decía a quien debía decírselo. Mara estaba terminando de lavar la vajilla que hasta hacía un rato había estado sobre la mesa, bajo la comida, que ahora estaba desparramada por sendos estómagos, razón de sobra por la que a ambos se le cerraban los ojos y les agarraba modorra.
No hace falta soñar en este amanecer que no existirá para darme cuenta que en cuanto el sol salga por el este, detrás de los cerros, detrás de todos los cerros, será devorado casi sin asco por una piara hambrienta que duerme bajo el pedregullo. Se ve que la abundante comida le trae estas ideas. Y mientras se duerme junto a la ventana empañada se le ocurre pensar que si en esa ciudad (su ciudad, como él la llama) no amanece, entonces no amanecerá en ninguna, ya que ese sol es único.
Mara se empezó a dar cuenta de su fiebre cuando empezó a escucharle decir palabras que no se le entendían, balbuceaba frases en las que el vocablo ciudad era deformado de forma tal que atravesar todos los estadios de la evolución de la palabra. Como si cambiar la palabra modificara lo que el quiere decir al nombrarla, como si mutar la palabra matara a quien la nombra.
Nunca más amaneció en su ciudad.
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