-Ay si
pudieras hablar- vociferó el pequeño. Su mano tibia, tersa repasaba el pelaje
coloreado. Un motor de mil tiempos y siete vidas se había prendido en el regazo
de Tomás. De repente la bestia levantó
la vista a sacudones, hirguiendo las narices y abriendo los ojos como lunas,
pegó un salto y desapareció.
-Vení, che, te digo. No había
caso, ningún caso. El minino coloreado ya estaba en su proxima aventura: debajo
del aparador de metal, un pequeño movimiento imperceptible lo fascinó y su
guante oscuro no podía evitar castigar al pequeño terrón que de ser un insecto
alado, ya estaría muerto a mamporrazos.
Ya nada de eso
era una novedad para Tomás ni para ninguno de los otros habitantes del
departamento de la calle triunvirato. Sin embargo sorprendía.
Cuando Nora
Vazques atravesaba la puerta, con alguna bolsa entre las manos, era inevitable
verlo desplazarse rápidamente por entre sus talones rebotando como la pelotita
de un pinball. Hasta que Nora se detenía, y extendiendole alguna de sus manos
recibía un cabezazo bienintencionado seguido de un maullido tímido. No había
manera de sacarlo de ahí, salvo las veces en que Tomás venía corriendo a todo
galope por el pasillito, emocionado y el pobre animal sin poder comprender la
finalidad de dicha estrepitósa corrida, decidía cambiar de refugio e iba a dar
de dos zancadas a la parte inferior del aparador que sería por un rato la
trinchera, donde emboscaría cualquier pié humano, vestido o desvestido. Si Tomás no aparecía, porque no estaba en casa
o porque estaba entretenido en su cuarto, la emboscada no era necesaria, y la
bestia permanecía a los pies de Nora un buen rato, tal vez hasta que de alguna
bolsa salga algún elemento masticable, no necesariamente comestible. Pero en
general Tomás, alegre y afectuoso como era, salía a recibir a su madre. Moro,
incondicional, tendría el mismo habito hasta los últimos días de sus vidas.
Hasta cuando una noble ceguera lo mantenía afectado ya adulto. Ya abuela Nora,
ya adulto Tomás, Moro seguiria fiel a sus incomprendidos sentidos químicos, y
saldría, no con la velocidad que tuvo de niño, sino con la prestancia de los
ancianos de galera y bastón de aquellas películas que, hace añares había
quedadose viendo con Nora, en noches de cine frente al televisor, cuando aún
las cataratas no lo habían sumergido en la niebla del eterno recuerdo. Porque
el recuerda, claro.
Moro era un gatito tirando a egipcio. Si
uno tuviera que acertar una raza o una marca, como decía Tomasito, diría que es un egipcio. El
nombre surgió en un momento de bromas en
la familia; no siendo fanáticos de las hagiografías, causaba curiosidad que se
hubiera escogido aquel nombre, que más que adjetivo era un apellido. Pero,
pienso ahora, ni por la más remota
casualidad de Aquino no es nombre de
gato. Respondiera o no a ese nombre, Moro iba bien con su nombre. O talvez
parafraseando otro gato porteño, así como no hay una música para una ciudad
sino una ciudad para una música; el nombre hace al gato y no al revés. Ocurrencias
de un viejo ciego, que va a hacer.